viernes, 6 de enero de 2012

XXII


Arráncale a las musas, genio mío,
el trozo de laurel que orla sus frentes,
que quiero yo tejer una corona
y con ella coronar las blancas sienes
de la ingrata deidad que me traspasa
con la flecha mortal de sus desdenes.
Arráncale a los cisnes la armonía
de su canto ideal y placentero
para dárselo a ella y cuando cante
que su voz argentina entre en mi pecho
y adormezca siquier por un instante
de mi alma el callado sentimiento.
Arráncale, si puedes, a mi lira
unas notas sentidas y suaves;
unas notas que lleven a mi alma
el reposo y la calma que ella sabe
sonoras melodías que tal vez puedan
hacer que un poco mi deidad me ame.
Arráncale a la verde primavera
el olor y la fragancia de sus flores
para hacer con mis manos un pañuelo
con que seque su llanto, cuando llore
sobre el negro ataúd que va labrando
con su ingrato desdén y sus amores.
Que tiene que llorar cuando le digan
que la amé con locura apasionada
y llevéme a la tumba el desconsuelo
de verme despreciado por la ingrata.
¡Si llorará! ¡Lo sé! Yo he de sentirla
que un resto de piedad habrá en su alma.
En la augusta soledad de mi sepulcro
puede ser que mi sueño lo despierte
el aliento y la voz de sus suspiros,
la humedad de sus lagrimas ardientes
que al sorberlas la tierra enmohecida
puede ser que mis huesos fríos calienten.
16 Diciembre 1943

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